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CAÍN Y ABRAHAM

Cuando terminó el Diluvio y Yahveh permitió a Noé salir del arca y liberar a todos los animales, Noé sacrificó un ejemplar de cada animal puro. (De modo que, ya que había subido una pareja de cada especie, las parejas que no se hubieran reproducido o al menos preñado en el arca se habrían extinguido.) A Yahveh le llegó entonces el olorcito del sacrificio en su honor y prometió que nunca más iba a “maldecir el suelo por causa del hombre” y que sementera y siega, frío y calor, verano e invierno o día y noche no cesarían mientras durase la tierra. El sacrificio había cumplido su objetivo

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Por el contrario, fue el clamor de la sangre de Abel lo que le había llegado desde el suelo tras su muerte. Dijo Yahveh que el suelo había abierto su boca para recibir su sangre de la mano de Caín; que, en consecuencia, nunca le daría su fruto al asesino, aunque lo labrase. Caín había matado a su hermano por culpa de un sacrificio que no había cumplido su objetivo: había ofrendado frutos de la tierra y de su trabajo como agricultor, mientras que Abel sacrificó a los primogénitos de sus rebaños, cosa que sí gustó a Dios. Es curioso que el sacrificio correcto conllevase la muerte de su autor en vez de su provecho, mientras el defectuoso permitió a Caín fundar una familia que se convertiría en una ciudad y un clan. Es una aparente contradicción ante la que cabe preguntarse si no se tratará de un parche añadido a otra historia previa o bien una supresión de algún motivo. Después de que Yahveh condenara a Caín a errar por el mundo sin que ninguna tierra le fuera fértil, este le hizo ver que cualquiera que lo encontrase (se entiende que fuera del territorio de su pueblo) podría matarlo. Dios tomó nota de la observación y decidió ponerle una marca para que nadie lo agrediera. “Quienquiera que matare a Caín lo pagará siete veces.” Es decir, protegía a Caín como no había protegido a Abel.

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Más tarde - lo que no significa que la creación del mito sea posterior - en el Génesis Yahveh ordenó a Abraham que le diese en holocausto al hijo al que amaba. Como el primogénito, Ismael, había nacido de una esclava, Abraham tomó a Isaac y subió al monte, armó la pira de leña, ató al niño y ya iba a clavarle el cuchillo cuando el Ángel de Yahveh le prohibió que lo matara. Ya había demostrado que era lo bastante temeroso de Dios como para hacerlo. Con la intención bastaba. Encontró un carnero enredado en un arbusto, lo sacrificó en el altar que ya había preparado y dio el asunto por concluido. Este relato suele interpretarse como una interdicción de los sacrificios humanos que, muy probablemente, en otro tiempo los hebreos habrían practicado. Dios ya no necesitaría confirmación constante de que el hombre lo adora sin condiciones y le permite sustituir el sacrificio de su propio primogénito por el del primogénito de las hembras de su ganado – como hacía Abel - o, incluso, por cualquier otra res. Esto es lo que llamo domesticación de los dioses: el hombre les va acostumbrando, mediante sustituciones, a recibir una alimentación cada vez menos costosa para él, hasta llegar a darles de comer tan solo oraciones o buenos deseos.

Sin embargo, Yahveh siguió aceptando sacrificios humanos en otras condiciones, no sabemos exactamente cuáles. En el libro de Jefté se nos narra la tragedia de Jefté y, sobre

todo, de su hija. Antes de su campaña militar contra los amonitas, Jefté prometió a Dios que, si le ayudaba en la guerra, sacrificaría al primer ser humano que viera de vuelta a casa. Sus tropas arrasaron al enemigo y, al regresar, su hija – que era toda su descendencia – salió a recibirle bailando y tocando la pandereta. Jefté se lamentó mucho, pero la propia hija le ayudó a cumplir la palabra dada. Solo le pidió ir al monte dos meses con sus compañeras a llorar por morir virgen. Era lo que más le importaba. Desde entonces, las muchachas de Israel iban cuatro días al año a lamentarse por la hija de Jefté, el galaadita.

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