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GEDEÓN

El rey persa Jerjes tenía planeado atacar a Grecia, e incluso ya había reunido a su ejército para llevar a cabo la empresa. Sin embargo, los consejos de los generales, sobre todo el de su tío Artabano, le hicieron desistir de la empresa. Aunque soñó que un hombre “alto y bien parecido” le animaba a volver a su propósito inicial, siguió apostando por la opción más prudente hasta que, una segunda noche, el dios – porque ya sin duda era un dios – le insistió en que su deber era consumar el ataque. Jerjes se lo contó a Artabano, y este le recodó que en los sueños se remueven en la cabeza los hechos y los temas que la han ocupado durante el día, y que no se les debía conceder mayor importancia. Pero el rey estaba abrumado por la repetición del sueño y, entonces, con la idea de comprobar que realmente la revelación venía de los dioses y no de su propia mente, le propuso a Artabano que se vistiera sus ropas, se sentara en el trono y después se acostara en su cama, a ver si el dios volvía a revelarse con él. Tras una leve discusión, Artabano accedió, con la intención de disuadir a Jerjes de lo que él creía eran falsas impresiones. Esa noche, Artabano soñó con el dios, que le instó a emprender la guerra. (Pero no porque lo confundiera con Jerjes, cuidado. Le dijo “¿Conque tú eres el que con capa de tutor detienes a Jerjes para que no mueva las armas contra Grecia?”).

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Contra los persas, precisamente, había dilucidado el rey lidio Creso si debía lanzar o no su ejército siglos antes. Como era muy rico, decidió consultar con todos los oráculos (eran de pago) antes de iniciar la guerra, aunque al final con el de Delfos le bastó. Heródoto no llegó a saber qué le dijo el oráculo de Anfiarao, pero sí sabía cómo se obtenía la predicción en el santuario de Oropo: mediane la llamada incubación. Al igual que en el santuario de Asclepio en Epidauro, el demandante debía de dormir en una sala especial; durante el sueño, el oráculo le sería revelado. Pero antes – y aquí retomamos el hilo de la lana del vellocino – tenía que pasar tres días de cierto ayuno, sacrificar un carnero y acostarse sobre su vellón. Lo que viene a significar que la piel del carnero constituía el medio por el que el dios se comunicaba con el mortal para darle a conocer su futuro. Por cierto, tanto Creso contra los persas como Jerjes contra los griegos perdieron sus guerras.

Otro vellón que se recuerda es el de Gedeón, uno de los gobernantes del bíblico Libro de los Jueces. Después de huir de Egipto, los hebreos habían conquistado la tierra de los amorreos, cosa que a Yahveh no disgustaba en absoluto. Que también adoptasen a su dios – Baal, el becerro de oro, el dios cananeo que triunfaba en todo el Levante – a Yahveh sí le disgustaba. Varios pueblos nómadas, entre los que el más señalado era el de los madianitas, irrumpían sistemáticamente en las tierras judías y robaban el ganado y las cosechas. Era el castigo impuesto por Yahveh a su pueblo por la idolatría. El pueblo elegido se arrepintió, pidió perdón. Y Yahveh le comunicó a Gedeón que él debía ser quien dirigiera la rebelión contra los madianitas. Gedeón, sin embargo, no lo veía claro: él era el último en la jerarquía familiar de una familia que no era de las primeras en la jerarquía social. ¿No sería una broma?

Aquí encontramos el primer punto de contacto con el relato del sueño de Jerjes. La primera noche, Jerjes no hace caso de las advertencias de Dios, las toma como un simple sueño. Gedeón, por su parte, le exige a Dios una prueba de su legitimidad para nombrarle capitán de la revuelta. Pone un vellocino en un prado y establece las reglas del juego: si es verdad que el ángel que se le ha aparecido es emisario de Yahveh, quiere que el vellón reciba todo el rocío de la mañana mientras el resto del campo queda seco. Dios acepta el reto y – por supuesto, dado que es Dios – consigue superarlo. Pero, del mismo modo que Jerjes necesitó comprobar empíricamente que su sueño no provenía de sus propios pensamientos, sino de un ser exterior a él, y así mandó a Artabano suplirle con sus ropas y en su cama, Gedeón quiso comprobar que su prueba era repetible con independencia de ciertas condiciones: mandó a Dios que, a la mañana siguiente, apareciera todo el prado cubierto de rocío y, en cambio, el vellocino seco. Naturalmente, Dios podía hacerlo.

Gedeón formó un ejército de trescientos hombres y acabó los madianitas. Ni los trescientos de las Termópilas ni Creso ni Jerjes tuvieron éxito. Gedeón, sí.

Una vez más, surge la tentación de pensar que esta historia

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está “racionalizada”.  ¿Dios se somete a las pruebas que le exige un humano? ¿A una segunda prueba después de haber pasado la que, en principio, era la única? Resulta factible sospechar que en un relato anterior a la racionalización la piel de carnero hubiese servido para echarse a dormir sobre ella y esperar los sueños que se enviaran desde el cielo o bien que Gedeón hubiese obtenido el vellocino por alguna suerte de hazaña o de magia quizá perpetrada por alguna diosa o mujer. O sea, que el poder gracias al cual Gedeón derrotó a los madianitas residiera en el objeto mágico vellocino.

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