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HERACLES Y AQUILES

A Aquiles, el de los pies ligeros, nunca pareció hacerle mucha gracia la guerra de la que sería gran héroe. La Odisea comienza narrando su ira ante lo que consideraba una tremenda injusticia por parte de Agamenón: se había quedado con Briseida, una esclava que tenía Aquiles, cuando tuvo que devolver a Criseida a su padre. Aquiles se negó a luchar. Pero es que antes ya había intentado evitar toda guerra o todo daño, seguramente gracias a su madre o por culpa de ella. Su madre, la ninfa Tetis, le bañó en la laguna Estigia sujetándole por el tobillo para conferirle invulnerabilidad y hacerlo así inmortal. Lo consiguió en todo el cuerpo salvo en el talón. Aunque otra versión dice que ponía al niño al fuego hasta que fue sorprendida por el padre, el mortal Peleo, que se lo arrebató asustado. Contada de este modo, la leyenda concuerda – casi coincide – con la de Deméter cuando quemó también untándole antes con ambrosía a Demofonte en Eleusis, hasta ser sorprendida por la madre Metanira.

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Tetis seguía teniendo miedo por la seguridad de su hijo, y decidió ocultarlo en Esciro, disfrazado de chica. Allí vivió en la corte de Licomedes y tuvo un hijo con una de sus compañeras, Sin embargo, su buena vida como mujer terminó cuando se presentó en Esciro Ulises determinado a reclutarlo para la guerra de Troya. La apariencia femenina de Aquiles era indistinguible de la de las otras muchachas, por lo que el ingenioso Ulises tuvo que inventarse uno de sus trucos: llegó con regalos para todas, con vestidos, joyas, ceñidores… y una lanza y un escudo. Entonces sonó la trompeta de alerta que Ulises había mandado hacer sonar y Aquiles, impulsado por su masculinidad y su espíritu guerrero, se despojó de la parte superior de sus vestidos y tomó las armas para defender la ciudad. Así cayó en la trampa.

 

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Otro gran héroe griego que vivió una etapa como mujer fue Heracles. Había acogido como huésped a Ífito, quien andaba buscando unos caballos que le habían robado y sospechaba que el ladrón era, precisamente, Heracles. Este, indignado al darse cuenta de las sospechas, lo arrojó desde lo más alto de su casa. En la antigua Grecia los homicidas se iban a otra ciudad y le pedían al rey que los purificara, hecho lo cual quedaban exonerados de toda culpa. Pero Hércules no lo conseguía, porque matar a un huésped se consideraba un homicidio demasiado grave. Tuvo una trifulca en Delfos y acabó destinado por la sibila Jenodea a ser vendido como esclavo. Lo compró Ónfale, reina de Lidia, y le puso a hilar con la rueca entre sus siervas, vestido de mujer, mientras ella iba ataviada con la piel del león de Nemea y la maza del héroe. Se cuenta que conseguía amedrentarle cuando le regañaba y que incluso llegaba a pegarle.

Robert Graves encuentra una coartada que salvaría la reputación masculina del héroe. Explica que todo se debió a un simple malentendido ocasionado a raíz de un intercambio de vestimentas que habría hecho la pareja “por diversión”. Pan los había visto antes desde su montaña y se había enamorado de Ónfale, así que por la noche les hizo una visita mientras dormían. Entró en el lecho que creía de ella, pues recordaba el vestido con que le había visto de día, y de a situación embarazosa que se generaría, aumentada por la maledicencia, surgió la leyenda de Hércules como mujer sometida a su amo Ónfale.

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Pero estas cosas suceden en la vida real, no en la mitología. Si Ónfale, Heracles y Pan hubieran existido de verdad, podría haberles pasado, pero sin creaciones, entes de ficción. Y la ficción no admite equívocos: si un personaje miente, el público sabe – quizá no inmediatamente, pero sabe – que está mintiendo.

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