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También estrechamente relacionados con la piel ovina tenemos dos episodios que, en realidad, podemos considerar uno solo, interpretado por diferentes actores en distintos escenarios. Se trata de cómo engañar a un ciego ocultándose bajo una piel de oveja o de cabrito y los protagonistas son Jacob, el patriarca hebreo que luego se llamaría Israel y Ulises, el héroe aqueo de la Ilíada también conocido como Odiseo. El papel de ciego lo desempeñan, respectivamente, Isaac, el padre de Jacob que había perdido la vista con los años, y Polifemo, el cíclope al que el propio Ulises había cegado clavándole una estaca en su único ojo. La trama consiste en pasar de un estado a otro gracias a la artimaña de que el ciego

JACOB

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palpe la piel ovina en la creencia de que está palpando el vello de su hijo Esaú – en el caso de Isaac – o solo sus propias ovejas en el caso de Polifemo, sin saber que colgado de sus vientres iban Ulises y sus hombres. Veamos.

  Isaac – el hijo que tuvieron Abraham y Sara en su vejez – se sentía ya muy mayor y quiso darle  la bendición a su primogénito antes de morir. Así pues, llamó a Esaú - él no sabía que Esaú le había vendido la primogenitura a Jacob por un plato de lentejas – y le pidió que cazara una presa y se la cocinara a su gusto. Esaú salió al campo a cumplir la orden de su padre sin mencionar para nada lo de las lentejas. Pero la madre, Rebeca, lo había oído todo, y llamó a Jacob y le dijo: “Ve al rebaño y tráeme de allí dos cabritos hermosos. Yo haré con ellos un guiso suculento para tu padre como a él le gusta, y tú se lo presentas a tu padre, que lo comerá, para que te bendiga antes de su muerte.”

Jacob planteó entonces el problema de que, aunque Isaac fuera ciego, podía tocar, y distinguiría fácilmente a los dos hermanos porque Esaú era velludo y Jacob, lampiño. Pero Rebeca – que aquí representa el papel de mujer/diosa maga que todo lo arregla con sus trucos – ya lo había previsto: “… con las pieles de los cabritos le cubrió la mano y la parte lampiña del cuello.” Además, le vistió con ropa de Esaú, que era más lujosa que la de Jacob, para que su padre identificara el aroma del hijo mayor. Y así fue: aunque Jacob afirmó ser Esaú cuando se presentó ante él con el guiso, Isaac reconoció la voz de Jacob, pero luego se dejó convencer por el olor que provenía de la ropa y por el tacto de las manos velludas. (Aquí el relato patina bastante: ¿puede alguien tener tanto pelo en las manos como para confundirlas con la piel de un cabrito?).

Consumado el engaño, el padre dio su bendición al hijo menor pensando que era el mayor. Pero ya estaba hecho. La bendición suponía que Jacob era señor de Esaú, “le he dado por siervos a todos sus hermanos y le he abastecido de trigo y vino”.

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Sir James George Frazer propone en su obra El folklore en el Antiguo Testamento que en un tiempo anterior al de los hechos narrados existió entre los judíos el derecho de ultimogenitura, que otorgaba al hijo pequeño todos los favores que luego pasaron a otorgarse al mayor. Una vez desaparecido ese derecho, y desaparecida su memoria, no se entendía por qué heredaba el menor en vez del primero, y fue así como se generó el mito, como intento de explicación de algo incomprensible.

Llama la atención la circunstancia de que la sustitución como derechohabiente de un

hermano por el otro se narre dos veces, con distintos relatos: primero, el del plato de lentejas, en el que Esaú cede voluntariamente sus derechos a cambio de la comida que le ofrece Jacob, y después, mediante la artimaña de la piel de cabrito en las manos y el cuello. A pesar de que Jacob ya había triunfado con el pacto del plato de lentejas y se había convertido en el primogénito a todos los efectos, tuvo que volver a conquistar ese privilegio que ya tenía en el momento de la bendición. Recuerda a los dos capítulos iniciales del Génesis, cuando al finalizar el número uno ya están creados hombre y mujer a partir del soplo divino y, sin embargo, en el número dos se nos explica cómo fue creado solo el hombre a partir del barro. En este caso, sin embargo, el episodio del plato de lentejas cumple su función en el episodio de la bendición con engaños, puesto que legitima la actitud de Jacob y Rebeca. Esaú ya había accedido voluntariamente a que el primogénito fuera Jacob; era él quien pretendía incumplir el pacto ya firmado.

Pero claro, después del circo de Rebeca y Jacob, regresó Esaú de su expedición de caza, preparó el suculento guiso que tanto gustaba a su padre y se presentó en su tienda para recibir la bendición. Isaac acabó dándose cuenta de que este que tenía ante él era en verdad Esaú y de la trampa en la que había caído, pero la bendición ya estaba dada.

 - ¡Bendíceme también a mí, padre mío! – gritó Esaú. Y añadió: - ¿No has reservado alguna bendición para mí?

Pero, dado que la bendición implicaba que todos sus hermanos se convirtieran en sus siervos ¿cómo podría cruzarla con otra bendición a un hermano?

Nadie puede ser siervo de su siervo.

Y las palabras, una vez pronunciadas, no se podían recoger del aire y volver a guardar en el pensamiento. La palabra era sagrada.

Quizá donde veamos en mayor grado llevado hasta sus últimas consecuencias el valor de la palabra dada sea en la literatura hindú. El Ramayana y el Mahabharata (siglo III a.C.) narran las aventuras vividas por Rama en su destierro, causado por una promesa que había hecho su padre, Dasharatha, muchos años antes. Una de sus esposas, Keikeyi, le había ayudado en una batalla y, para agradecérselo, Dasharatha le ofreció las dos cosas que más quisiera. Keikeyi le contestó que en ese momento no quería nada, pero que recordaría la promesa. Cuando Dasharatha, ya viejo, pensó en hacer rey a su primogénito, Rama – a quien todo el pueblo y la corte adoraban – la criada Manthara convenció a

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su señora Keikeyi de que el trono debía ser para el hijo de esta, y le recordó el antiguo juramento. Keikeyi entonces le pidió a Dasharatha que, en virtud de aquel, le concediera que el rey fuese su hijo Bharata y que Rama fuese desterrado durante catorce años. Aunque a todo el mundo le dolió, nadie puso ninguna objeción a la propuesta. Era un juramento y había que cumplirlo. Otro caso más singular, si cabe, lo encontramos en los cinco maridos de Draupadi: un anacoreta vivía aislado del mundo con su hija, que, llegada ya a una cierta edad, comenzó a desear un marido. Tras severas prácticas ascéticas, consiguió que Shiva se presentara ante ella y le preguntase cuál era su deseo. Ella le respondió que quería un marido, pero, nerviosa e impaciente, repitió cinco veces la petición: “¡Quiero un marido!, ¡quiero un marido!, ¡quiero un marido!, ¡quiero un marido!, ¡quiero un marido!”

 - Bien, tendrás cinco maridos – dijo Shiva.

Pero la hija del anacoreta no tuvo ningún marido, porque Shiva decidió dárselos, pero en otra reencarnación. Y a quien le tocaron en otra reencarnación fue a Draupadi. Que era princesa y tenía cientos de pretendientes.

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