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PROMETEO Y TÁNTALO

Otro caso de sustitución en el último momento de un humano por un animal para el sacrificio lo encontramos en la historia de Ifigenia. Recordemos que Ifigenia era hija de Agamenón, rey de Micenas, y de Clitemnestra; hermana, por tanto, de Electra y de Orestes. Cuando Agamenón partió hacia la guerra de Toya, su flota quedó parada en Áulide por ausencia de viento. Al parecer, Artemisa estaba enojada con él por haber cazado un ciervo en un bosque sagrado. Cansados de esperar el viento, los marineros consultaron al adivino Calcas, quien reveló que, según un oráculo, iba a ser necesario sacrificar a Ifigenia si querían continuar el viaje. Agamenón cedió, hizo llegar a Ifigenia y la iban a sacrificar cuando, repentinamente, en el altar la sustituyó una cierva. Al igual que sucedió con Abraham e Isaac, fue la misma divinidad que exigía el sacrificio la que al final se arrepintió. Artemisa se llevó a Ifigenia a Táurica, donde la convirtió en su sacerdotisa. En Táurica sacrificaban en honor a Artemisa a todo extranjero que se presentase.

A quien no sustituyó ningún animal fue a Pélope. Su padre, Tántalo, había sido invitado varias veces a comer con los dioses en el Olimpo y, un día, quiso corresponderles invitándoles en su casa. Pero los dioses del Olimpo eran doce y comían mucho. Tántalo se quedó sin provisiones. No se le ocurrió otra cosa que trocear a su hijo Pélope y echarlo a la olla. Los dioses se dieron cuenta enseguida (¿conocían el sabor de la carne humana?), excepto Deméter, que andaba absorta con la desaparición de Perséfone. Se comió un hombro. Zeus ordenó que se rescatase el alma de Pélope del Hades, se volvieran a unir sus miembros en un caldero divino y que Hefesto le fabricara un hombro de marfil para restituir el que se había comido Deméter. Después Pélope daría nombre al Peloponeso.

Pero Tántalo recibiría su castigo por intentar un sacrificio humano – y nada menos que de su hijo -. En el tártaro, pendía de una rama de un árbol frutal hasta sumergirse en un lago hasta la barbilla. Tenía muy cerca la fruta para comer y el agua para beber, pero cuando inclinaba la cabeza el agua se retiraba y cuando estiraba un bazo para coger una pieza de fruta, una ráfaga de viento la apartaba. Así eternamente.

Prometeo dio un paso más allá después de la abolición del sacrificio humano: empezó la conversión del sacrificio en un acto simbólico. Un buey que había sacrificado lo dividió en dos partes. Una era la carne, que envolvió en el poco apetitoso estómago; la otra, los huesos, que metió en una bolsa de grasa. Le dio a elegir a Zeus, quien eligió la segunda. Desde entonces, en el ritual siempre se ofrendan los huesos y la grasa a los dioses y la carne se la comen los comensales. En realidad, Hesíodo niega que Zeus se dejara engañar, pero a

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continuación narra tanto la consecuencia del cambio definitivo en los sacrificios como el castigo infligido al titán, lo que hace difícil sostener que se tratara solo de un intento de engaño. De no haber aceptado Zeus la ofrenda barata en apetecible envoltorio, todo habría quedado en una broma tonta, una chiquillada, y la pena impuesta parecería a todas luces excesiva; pero, sobre todo, no se habría modificado el contrato entre dioses y hombres al hacer los sacrificios: ya que una de las partes habría rechazado la propuesta de la otra, no se habría cambiado la carne por los huesos.

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La condena de Prometeo consistió en yacer encadenado en una roca para que cada día un águila le devorara el hígado. Como era inmortal, el hígado se renovaba, y el águila volvía a comérselo, y la condena duraba sin fin. Hasta que, aunque se tratase de un castigo impuesto por el mismísimo Zeus, Heracles mató al águila cuando se encontró la escena según se dirigía al Jardín de las Hespérides para robar las famosas manzanas. Hay que añadir que tanto a Tántalo como a Prometeo se les atribuye otro delito, que podría ser causa de su condena – o causa del aumento de su condena -. De Tántalo se dice que robó el mastín de oro que en su tiempo había regalado Hefesto a Rea para que cuidara del bebé Zeus, escondido de los ojos de su padre. De Prometeo, que había dado a los hombres el fuego, que hasta entonces solo conocían los dioses. Pero este crimen tuvo otro castigo: la creación de Pandora, la mujer hecha de arcilla que se casaría con Epitemeo, hermano de Prometeo, y abriría la famosa caja. Aunque esta desgracia recayó sobre los humanos, no sobre el titán. Y, además, al igual que Prometeo había compartido con los mortales el fuego, Tántalo habría intentado compartir

con los hombres el néctar y la ambrosía, según Píndaro. Ese habría sido el verdadero motivo de su castigo, en vez del más conocido, fruto de habladurías de vecinos envidiosos.

Para los pitagóricos, Tántalo era el humano más digno de admiración.

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